He pasado uno de los capítulos más escalofriantes de mi vida. No sé si ese objeto era una máquina del tiempo o si se asemejaba más a aquellos trenes camino de Auschwitz, en los cuáles todos sus ocupantes sabían que su vida acabaría dentro de poco. No sé qué pasa en Madrid a las ocho de la tarde, pero ahí me he visto.
Me dirigía yo hacia mi casa, desde a tomar por el culo. Cojo un autobús. Hasta ahí todo bien. Pero en tan sólo el trayecto de dos paradas, me rodeó el siniestro aroma de la muerte. La media de edad del autobús pasó de estar en 35 años a estar rondando el siglo. Un olor a laca y a vejez inundó mis pulmones y yo, entre náuseas, me acerqué al conductor e ignorando el cartelito que les ponen para que no hablemos con ellos le dije "¿esto es una cámara oculta? ¿Dónde acaba esta línea, en el tanatorio?".
El ruido del motor se vio tapado por las toses, los "oyoyoyoyoyoy" de las nonagenarias y las conversaciones sobre familiares de los semi-difuntos que me rodeaban. Misteriosamente, a dos paradas de donde vivo, el autobús se vació de ancianidad tan pronto como se había llenado. Ese ambiente espeso y el extraño hombre con túnica y guadaña les acompañó, por suerte, lejos de mi destino, como si mi barrio fuese un repelente de momias, como si aquí estuviese la fuente de la eterna juventud. Al bajar lo primero que hice fue mirar mis manos. Menos mal, ni una sola arruga...