jueves, 19 de abril de 2012

El otro día me llamaron señor y no fue un tipo con pajarita

En estos tiempos de metrosexualidad, cremas y demás chorradas con base de baba de invertebrado arrastrado, son muchísimos los que se traumatizan al verse una cana, una arruga o 120 velas en una tarta de cumpleaños (en ese caso tu aspecto externo, aunque ridículo, es el menor de tus problemas). A mí, por el contrario, me gusta aparentar una edad tan decente como son los 40 años. Tengo la mitad, pero los hombres de verdad aparentan 40 años desde la adolescencia.


El otro día tuve dos experiencias prácticamente idénticas pero con resultados emocionales opuestos. Una chica de unos 30 años se me acercó a pedirme la hora. Sus palabras textuales fueron "señor, ¿tiene hora?". En su rostro se podía ver la evidente atracción sexual que toda mujer debe sentir por un macho de los de antes, de los que no conocen el significado del concepto "culo depilado", de los que no conocen cremas anti-arrugas, de los que disparan antes de preguntar.  A parte de ver esa atracción en el brillo de sus ojos pude verla en las dos pequeñas protuberancias a la altura de su pecho, que indicaban dos cosas. 1ª: No llevaba sujetador. 2ª: Estaba cachonda.


La otra experiencia fue mucho más desagradable. La infancia es un tema que yo he tratado bastante en este blog, así como el hecho de que me toca mucho los cojones y que veo como un fallo en la evolución que los humanos no nazcan directamente con 18 años. Un crío, de unos 2 o 3 años según calculé en ese momento, venía con su madre en un carrito. El crío estaba disfrutando de su niñez a voz en grito sin importarle ni a quién molestase ni lo peligrosa que pudiera ser la persona a la que molestaba. Cuando estaba cerca de mí se dirigió a su madre para decirle, aún a voz en grito: "mamá, ¿quién es ese señor?", a lo que la madre contestó "no sé, hijo, un señor que está en la calle". Pero tras una respuesta lógica a una pregunta tirando a estúpida el niño no se dio por satisfecho y esta vez, dirigiéndose a mí me dijo "¿quién eres?". Tengo por costumbre no dirigirle la palabra a desconocidos, especialmente si no levantan un palmo del suelo. Ante mi inexistente respuesta el niño, totalmente ajeno al peligro, se jugó la vida en un acto tan imbécil como innecesario. "Señor tonto", dijo. Les eché tanto a la madre como al criajo una mirada capaz de recargar la batería de un móvil, pero el niño, despreciando completamente su integridad física repitió las mismas palabras. Lo único que dije yo a la madre antes de que saliese corriendo fue "señora, dígale a su hijo que no abra la boca, que se va a hacer daño".